¿Qué somos? ¿Criaturas que, al sacar a pasear a sus pies
a lo largo y a lo ancho de la vida,
sienten las tarascadas oscuras del arcano
y viven la ceguera
de toda menudencia de luz
que suelte una rendija?
¿Peregrinar penoso que, a su término,
a la vuelta del último suspiro,
será recompensado con el goce
(en algún arrabal del otro mundo)
de un ungüento de eternidad con la virtud
de disolver bajo la piel
cualquier tumor de tiempo?
¿O individuos que, arropados de carne,
movidos por células inestables y sin freno,
nos hallamos en la sala de espera
de un castigo a perpetuidad
que tiene como base y fundamento
la descompostura de la compasión?
¿Viajeros que cargan en su fardo
la amnesia de una extraña carrera de relevos
en que el alma, estafeta
que va de cuerpo en cuerpo,
de bautizo en bautizo
a los brazos abiertos de su consumación?
Oh muerte, ¿habrá que tomarte en serio?
¿No ver en ti un punto y seguido,
un golpe de timón,
borrón y cuenta vieja,
sino la incubadora del dejar de ser,
el borrarnos del mapa,
el desalojo del el pronombre en que vivimos
–señor en la burbuja de su tiempo–
hasta dar en un hueco, que si es algo
es la perfecta forma de la ausencia?
Oh muerte, ¿sólo habrá un vocablo
–el vocablo destrucción–
que dé cuenta fiel
de la faena cotidiana que realizas
en el mundo:
la fina artesanía de la pulverización,
la permanente asfixia de los pulsos,
el zigzag de tu apero de matanza
que arroja al precipicio
carretadas de nombres,
huesos, carroña, polvo
y el inútil afán del epitafio
agarrándose de uñas y de dientes
a la pobre eternidad
de la escritura?
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