CAPITULO VII
(Fragmento)
Al fin de aquel descenso me encontré en un campo yermo y agostado; era tierra blanca como tepetate, que criaba aquí y allá unos cuantos matojos raquíticos de hojas lanceoladas, puntiagudas como dardos y punzantes como espinas. Una charca de aguas fétidas, verdosas, sin movimiento, dejaba ver algunas que parecían plantas lacustres; pero no había tal: la vegetación se componía de brazos, de piernas y de cabezas, con flores de manos, de pies, de cabelleras.
Me acerqué a cortar a unas cuantas de aquellas flores, y salió un liquído viscoso primero, despues fluido sin consistencia: era sangre que teñía de rojo las aguas del canal, rebasaba de él y empapaba el campo, los matojos y las piedras.
Quise librarme de aquella invásion y subí a un paredoncito, que limitaba el campo hacia un lado. De repente, aquella sangre empezó a coagularse, y de ella salieron multitud de viejos, de niños, de hombres y de mujeres que corrían en carrera desenfrenada, lanzando alaridos y atropellándose unos a otros: pero, caso singular, de aquellos monstruos el que tenía manos no tenía pies, el que el que llevaba cabeza crecía de ojos... Mujeres había con los senos cortados, hombres que tenían saltados los ojos y la lengua de fuera, niños que llevaban, a manera de peto rojo, una sangrienta herida en el pecho…
Pero todos corrían, se buscaban, se chocaban, y e a cada golpe brotaba un nuevo caudal de sangre que iba a aumentar el que llenaba el valle.
Corrí, corrí desatentamente, como si me persiguieran; pero mis remos me hacían falta y oía aún las vociferaciones de los que gritaban a lo lejos. Me encontré en un bosque tupido de árboles tan inmediatos que los troncos se tocaban; pero las ramas eran piernas y brazos humanos, y de ellas pedían cien ahorcados, mil ahorcados, un millón de ahorcados.
Tenían la cabeza caída como en actitud de resignación, los brazos caidos como en actitud de desesperación, ninguno tenia pies, ni piernas hasta la rodilla; los coyotes y las zorras habian dado razón de ellos.
Unos estaban frescos y conservaban la carne, que empezaba a desprenderse corrupta y deforme; otros estaban secos y conservaban todavía la piel, que sonaba como el parche de un tambor; otros eran ya puros huesos, emblanquecidos por el sol y la lluvia, y a este le faltaban las piernas, pero tenia el costillar; aquel que se pavoneaba con sus manos descarnadas, pero no tenia piernas ni tórax y de otro y otros solo quedaban unas cuantas vertebras y las calaveras que miraban estoicamente por sus cuencas vacias, como se podrian entre hojarasca sus restos arídos y tristes…
El viento, al pasar entre las osamentas, como que se dolía, como que se enojaba, como que se reía y como que aullaba, pero no, quien aullaba era un perro flaco y con las orejas gachas que atravesaban a todo correr el campo, devorando un hueso de niño que todavia guardaba esquirlas de carne.
Iba tras él un ranchero con la cotona rota, las calzoneras rotas y los huaraches rotos y dejaba de aguijar con la puya a una yunta de bueyes flacos que asegundaban unas milpas amarillentas, que no alzaban de los surcos el canto de la mano.
De repente, el labriego echo a correr: sonaban tiros cercanos que le hacian huir y dejar la heredad, y de entre los surcos de las milpas raquiticas, de todas partes, salían bellacos esgrimiendo lanzas, gritando ¡ Viva la religion ! los unos, y apellidando ¡ Libertad ! los otros.
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