Margaret Atwood

QUEMA DE LECHUZAS

Unos centímetros más abajo se acaba el suelo
como puerta con cerrojo. Una helada dura y adiós
lo no cosechado.
¿Con qué derecho chupa una vieja
las negras raíces, el rojo jugo que deben
ser para los niños?
Practicaba la magia, claro está.
Cuando se tiene tanta hambre
hacen falta garfios y garras.
A medianoche retenía el aliento, descruzaba los dedos
y le salían plumas de lechuza por todo el cuerpo,
como moho en la carne, sólo que más rápido.
Yo misma la vi cazando ratones
a la luz de la luna, silenciosa
como la sombra de la mano que proyecta una vela.
Buen disfraz, sin embargo la reconocí
al día siguiente por la pluma blanca
en el pelo.
Ardió muy bien, grasa gorda al fuego,
con grises gritos, devolviendo al aire
lo que nos quitó mientras nos resecaba.
Podría haberse salvado
con su voz de lechuza blanca,
pero antes le cortamos ciertas partes
para que no volase,
como los dedos, esas alas secretas...
La miramos arder hasta el hueso, y nos emborrachamos
después. Su corazón
nos sirvió de brasa para reavivar la lumbre.
Así es nuestra cultura, nada que les importe
a ustedes, gente de pies suaves que ignoran
lo que es vivir pegados a la piedra.

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