Este no es
un poema feminista, amigo mío.
No te
vayas.
Como eres
músico y retratista-contable,
te
interesará la historia de la historia del espanto
de un
cuerpo de círculos y rosas,
reprimido
largo tiempo
tras
cortinas
y
uniforme.
No sé
cuándo comenzó el pánico.
En algunas
orgías lo pasamos bien (si bien
es no
llegar a desgarrarse y desmallarse
en la
anonimia de los usados).
Pero no
estaba planeado, el placer: siempre nos descubría
desde el
azar desnudo: no era una técnica
ni valía
la pena acoplar el del otro.
Tenían
mucha prisa.
Pero
cuando Por Fin nos hicimos sedentarios
y
comenzamos a cultivar en la tierra numerosos colores
y
comenzamos a parir algo más que bienes de inversión
y a
dotarles de un nombre −alegoría− a los hijos,
nos
vinieron con el cuento de que no teníamos alma.
Amigo mío,
no te vayas: pero es que no teníamos alma.
Al
principio no teníamos alma:
mal-éramos
vasijas con pulcrísimas piernas,
mamíferas-madres-objetos
de dulces pezones,
administradoras
(la fantasía de las secretarias les viene de antiguo),
mulas,
serpientes.
Luego,
tampoco teníamos deseo.
Pues no
tienen deseo las rocas ni los anfibios
(aunque,
caramba, había que admitirlo: las hetairas
sí sabían
charlar sensualmente de literatura y astrología).
Así pues,
llegaron a pensarse
que
fornicaban con piedras, con troncos, con pájaros
(objetos a
veces bellos, siempre tentadores con esos tobillos),
no con
mujeres,
−rodajas
de
canciones−,
aunque un
destello de furia y odio en un ojo
una vez
a uno
le hizo
dudar moderadamente
de la
tesis de la inexistencia del corazón femenino no-de-madre.
Luego,
pasaron los años,
y Por Fin
nos concedieron el honor de tener alma
−si bien,
como contrapartida, envenenada por el diablo−:
éramos
labios rojísimos-redes-de-pecados-terribles,
inútiles
arpías lloricas caprichosas
(unas
fueron esposas y otras cortesanas: así, así
se dividió
el mundo de las pobres vaginas):
si tú
supieras, amigo mío:
un corsé
con lazos diminutos como garrapatas
nos aplastaba
el pecho; vivíamos en balcones, detrás
de
abanicos con estampas de escenas en jardines viscosos.
Eran los
tiempos del amor cortés,
de la
concatenación de rosarios en la concatenación de días fútiles:
yo no
podía besar al que quería, y si por caridad conmigo misma destruía
todas las
conveniencias prácticas
y normas
morales de la Ciudad de Dios
y él osaba
entrar por el gran ventanal de la casa de mi tía,
él, o
cualquier otro,
a mi
cuerpo malva,
ni
siquiera sabía encontrar mi boca.
Ni
siquiera podía darme eso.
Y más
tarde, amigo mío…
¡por una
vez que nos masturbamos
mutuamente
nos
llamaron brujas!
A mi amada
le quemaron el muslo con cartílagos
de bestias,
y a mí,
sin ir más lejos, me expulsaron del colegio.
Luego,
cuando las primeras “emancipaciones”
en Londres
y París y otras ciudades así tan-de-indigentes-en-masa
(importaba
más ser pobre que ser muchacha:
ya lo
decían las marxistas primeras),
tuvimos
envidia del pene −una envidia muy seria
y profunda,
una envidia de dentro−,
y, lo más
grave,
una
enfermedad rarísima llamada histeria
(que nos
diagnosticaron con un sismógrafo).
Nos
desmayábamos, lloriqueábamos,
sentíamos
vértigo y picor y frío,
y
poseíamos, según los informes más doctos,
una
curiosísima y sintomática –de algo horripilante:
estar en
el mundo–
“tendencia
a causar problemas”.
(Más
tarde, mucho más tarde, tardísimo,
de nuevo
en París, esto se denominó “vacío existencial”
y resultó
también afectar a los hombres.)
(Allí te
conocí, amigo mío,
cuando el
cuerpo era axiomático lugar de recreo;
también
campos de flores azules y pequeñas,
donde
aprendimos a jugar a volley.)
Este no es
un poema feminista, amigo mío.
Sólo
tienes que saber que no siempre deambulé
alegre
por las
calles.
En otra
época roja, en otro lugar gris
todavía,
jamás
podrías haberme perseguido
con la voz de la lujuria equitativa
ni yo
podría haberte jamás rozado el brazo
con mi brazo.
No te
vayas: sigue así, amigo mío.
Me gusta lo que haces con tu tiempo.
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