Berta García Faet

ESTE NO ES UN POEMA FEMINISTA

 
Este no es un poema feminista, amigo mío.
No te vayas.


Como eres músico y retratista-contable,
te interesará la historia de la historia del espanto
de un cuerpo de círculos y rosas,
reprimido largo tiempo
tras cortinas
y uniforme.


No sé cuándo comenzó el pánico.
En algunas orgías lo pasamos bien (si bien
es no llegar a desgarrarse y desmallarse
en la anonimia de los usados).

Pero no estaba planeado, el placer: siempre nos descubría
desde el azar desnudo: no era una técnica
ni valía la pena acoplar el del otro.
Tenían mucha prisa.


Pero cuando Por Fin nos hicimos sedentarios
y comenzamos a cultivar en la tierra numerosos colores
y comenzamos a parir algo más que bienes de inversión
y a dotarles de un nombre −alegoría− a los hijos,
nos vinieron con el cuento de que no teníamos alma.
Amigo mío, no te vayas: pero es que no teníamos alma.

Al principio no teníamos alma:
mal-éramos vasijas con pulcrísimas piernas,
mamíferas-madres-objetos de dulces pezones,
administradoras (la fantasía de las secretarias les viene de antiguo),
mulas, serpientes.

Luego, tampoco teníamos deseo.
Pues no tienen deseo las rocas ni los anfibios
(aunque, caramba, había que admitirlo: las hetairas
sí sabían charlar sensualmente de literatura y astrología).
Así pues, llegaron a pensarse
que fornicaban con piedras, con troncos, con pájaros
(objetos a veces bellos, siempre tentadores con esos tobillos),

no con mujeres,
−rodajas
de canciones−,


aunque un destello de furia y odio en un ojo
una vez
a uno
le hizo dudar moderadamente
de la tesis de la inexistencia del corazón femenino no-de-madre.


Luego, pasaron los años,
y Por Fin nos concedieron el honor de tener alma
−si bien, como contrapartida, envenenada por el diablo−:

éramos labios rojísimos-redes-de-pecados-terribles,
inútiles arpías lloricas caprichosas
(unas fueron esposas y otras cortesanas: así, así
se dividió el mundo de las pobres vaginas):


si tú supieras, amigo mío:
un corsé con lazos diminutos como garrapatas
nos aplastaba el pecho; vivíamos en balcones, detrás
de abanicos con estampas de escenas en jardines viscosos.


Eran los tiempos del amor cortés,
de la concatenación de rosarios en la concatenación de días fútiles:
yo no podía besar al que quería, y si por caridad conmigo misma destruía
todas las conveniencias prácticas
y normas morales de la Ciudad de Dios
y él osaba entrar por el gran ventanal de la casa de mi tía,
él, o cualquier otro,
a mi cuerpo malva,
ni siquiera sabía encontrar mi boca.
Ni siquiera podía darme eso.

Y más tarde, amigo mío…
¡por una vez que nos masturbamos
mutuamente
nos llamaron brujas!

A mi amada le quemaron el muslo con cartílagos
de bestias,
y a mí, sin ir más lejos, me expulsaron del colegio.

Luego, cuando las primeras “emancipaciones”
en Londres y París y otras ciudades así tan-de-indigentes-en-masa
(importaba más ser pobre que ser muchacha:
ya lo decían las marxistas primeras),
tuvimos envidia del pene −una envidia muy seria
y profunda, una envidia de dentro−,
y, lo más grave,
una enfermedad rarísima llamada histeria
(que nos diagnosticaron con un sismógrafo).


Nos desmayábamos, lloriqueábamos,
sentíamos vértigo y picor y frío,
y poseíamos, según los informes más doctos,
una curiosísima y sintomática –de algo horripilante:
estar en el mundo–
“tendencia a causar problemas”.

(Más tarde, mucho más tarde, tardísimo,
de nuevo en París, esto se denominó “vacío existencial”
y resultó también afectar a los hombres.)
(Allí te conocí, amigo mío,
cuando el cuerpo era axiomático lugar de recreo;
también campos de flores azules y pequeñas,
donde aprendimos a jugar a volley.)

Este no es un poema feminista, amigo mío.
Sólo tienes que saber que no siempre deambulé
alegre
por las calles.
En otra época roja, en otro lugar gris
todavía,
jamás podrías haberme perseguido

con la voz de la lujuria equitativa
ni yo podría haberte jamás rozado el brazo
con mi brazo.
No te vayas: sigue así, amigo mío.
Me gusta lo que haces con tu tiempo.

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