Caín encuentra siempre su camino,
quijada, piedra, tósigo o pistola,
carta, raíl, teléfono, mochila,
hasta la espalda de los inocentes,
en el vilo inseguro de sus vidas,
hasta la nuca y pecho de su víctima,
donde siembra de mal y muerte el campo
que aún tan fértil en frutos se esperaba,
porque del inocente es siempre la esperanza.
Todos suben al tren, el mismo tren,
pero Caín ya sabe su destino
y también el de Abel, que lo ignoraba.
Caín es malo y mata, eso fue todo,
y sigue siendo todo aunque Caín
con otro nombre y traje se disfrace.
Caín alega siempre su pobreza,
su escaso fruto, el mérito negado,
y nombra idea lo que fue delito.
Muy breve es la lección: el mal existe,
y existe por sí mismo y porque quiere.
Pero ocurre es que a veces preferimos
la cómoda ceguera que lo niega,
la cesión, el olvido y el silencio,
la cómplice y unánime estampida,
el atajo que pierde a los que huyen
y en estatuas de sal los petrifica.
Caín sigue viviendo entre nosotros.
Muriendo cada día sigue Abel.
Cada día, nosotros elegimos
entre la indiferencia, el bien o el crimen.
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