Tú sostienes desde hace muchos años (lo recuerdo)
la abominable tesis de que olvidamos lo desagradable.
¿Cuánto, si esto es cierto, se nos escapa para siempre?
¿Qué hay más abominable que el olvido mismo, en los otoños?
Ya que es desagradable en exceso ser consciente,
saber, o intuir con eficacia,
que estamos olvidando gravemente
-saber
que los detalles, el núcleo incluso,
se volatilizan sin remedio,
y todas esas diminutas muertes celulares programadas,
y toda esa piel muerta y todas esas cicatrices-
(¡cuando estamos a tiempo aún de salvar una parte:
aquí está la tragedia!),
esto también lo olvidamos gravemente;
en algún intervalo rebelde del estado consciente,
olvidamos que olvidamos y seguimos
olvidando que ya olvidamos previamente;
y así la destrucción de los ojos y de la memoria
-y de la única vida posible: la vida concreta-
(¡en progresión geométrica y terrible:
aquí el rigor del mundo, aquí su contumacia!)
queda apaciguada por el tiempo; la memoria
queda arrasada por el tiempo,
que es a su vez el desierto-campo-de-batalla
de la guerra entre real, interpretado y retenido;
y así (concédeme, mujer, que éstas son las conclusiones
más razonables respetando estrictamente tus premisas)
olvidamos que olvidamos y parece
que sólo pasa lo último que pasa,
que pasa la vida sin aportarnos más que pizza.
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